domingo, 23 de noviembre de 2008

Allan Konigsberg, creador de Woody Allen




Título original: “The Man Behind Woody Allen”
Publicado en: www.thecommonreview.org
Traduccíón: Alberto Loza Nehmad

¿Se puede pensar en un cineasta contemporáneo importante que esté dedicado a los grandes libros? En esta época de sangre y sexo en las producciones de Hollywood, de caprichosos filmes independientes acerca de familias disfuncionales, películas sobre el paso a la adultez o dibujos animados de animales felices que salvan el casquete polar, es difícil seleccionar a intelectuales serios entre la lista central del casting de directores ligeros y de poca cultura. Podríamos tener al shakesperiano ocasional como Kenneth Branagh, a los aspirantes a shakesperiano Mel Gibson o Ethan Hawke, o al excepcional equipo de Merchant Ivory Productions. Se tiene la rareza de adaptaciones de grandes libros como la película Beowulf de Robert Zemeckis (2007) con Angelina Jolie asumiendo la pose de la madre de Grendel en versión de diosa sexual (¿no habíamos pensado siempre que Mamá Grendel era vieja y fea?). No obstante, encontrar a un director firmemente interesado en los grandes libros y en la tradición filosófica occidental (y dispuesto a hacerlos el tema mismo de sus películas) requiere de cierta búsqueda.

De modo que podría parecerle a uno igualmente extraño pensar que esa búsqueda termina en el condominio del East Side de Allan Konigsberg o, como quizá usted lo conozca, Woody Allen. ¿Podemos realmente pensar acerca de este tonto neurótico con anteojos que anda a tropezones a lo largo de Take the Money and Run (1969) o Bananas (1971) como el verdadero heredero de la tradición intelectual occidental? Un nuevo libro de Eric Lax (sobre conversaciones con Woody Allen que cubren 30 años) hace precisamente eso. En Conversations with Woody Allen: His Films, the Movies and Moviemaking se nos presenta al Woody Allen que la mayoría de nosotros no conocemos. Me gustaría, para los fines de esta reseña, referirme a esa persona desconocida como Allan Stewart Konigsberg, dado que, como él nos dice, “Woody Allen” fue un nombre que escogió en la secundaria cuando se iniciaba como escritor de bromas para columnas de chismes de Nueva York (y parece que es un nombre que nunca fue adoptado legalmente). El nombre y la
personalidad de nerd que lo acompañaron se han transformado en el personaje Woody Allen. Sería, sin embargo, un error sustituir con el infortunado, tartamudeante bromista, al prolífico y premiado cineasta que ha hecho más de un filme por año durante los últimos 30 años. No debemos confundir el arte con la vida, por supuesto, pero es difícil cuando tenemos delante una plétora de arte que parece reflejar en gran medida a su creador.

Al separar a Woddy Allen de Allan Konigsberg se revela una mente extraña e interesante, una mente digna de considerar. Ciertamente, uno podría objetar que hay una gran tontería en cualquier esfuerzo de tomar seriamente a un comediante (véase a esos intelectuales franceses escribiendo acerca de Jerry Lewis. ¡Qué ridicule!), pero déjennos por un momento conceder que Konigsberg es ciertamente digno de ser tomado seriamente. Después de todo, ¿por qué no habríamos de querer considerar los pensamientos de un cineasta tan productivo cuyos filmes han cosechado premios internacionales a lo largo de décadas? Más que casi todos los otros cineastas en los Estados Unidos, Konigsberg es un auteur, dado que a pocos se les ha dado las riendas tan sueltas como él las ha tenido. Inclusive los más famosos directores estadounidenses dirán que la libertad artística es algo raro, si no desconocido. No obstante, a Konisberg se le ha permitido una completa libertad directoral en sus filmes; y por esa sola razón su carrera es digna de ser considerada como la declaración artística de toda una vida. El hecho de que sea bueno para las frases cortas y el humor visual no debería obviar los logros.

En entrevistas con Eric Lax, por largo tiempo amigo del director, encontramos a un Konigsberg obsesionado con su rol en la sociedad como artista y como intelectual. No solo es un conocedor del arte moderno sino que ha leído a los antiguos griegos, a los filósofos de la Ilustración y la postilustración, y a los grandes novelistas y poetas del mundo occidental. Sus películas, además, están llenas de referencias a esta aristocracia de las ideas. Una reciente visualización de Manhattan (1979) produjo referencias a Ingmar Bergman, Kierkegaard, Gustav Mahler, Lev Tolstoy, August Strindberg, Jean-Pierre Rampal, Franz Kafka, Antonio Vivaldi y Norman Mailer, y esa es una muestra obtenida de solo un filme. Cualquier otro cineasta habría sido considerado pomposo o “intelectual” por llenar una sola película con tales referencias, pero debido a que el personaje es Woody Allen, Konigsberg puede salir bien librado.

Los intereses filosóficos de Konigsberg van desde Platón hasta los filósofos alemanes, pero para él Bertrand Russell “tiene mucho más sentido, resuena mucho más profundamente conmigo”. Camus, Sartre y Nietzsche “son más dramáticos y están más preocupados con temas de la vida y la muerte”. Su lectura del estudio Tolstoy o Dostoyevsky: Un ensayo del viejo criticismo, del crítico George Steiner, le provocó, según dice, leer El idiota. Otros escritores y filósofos claves que lee son Isaiah Berlin y William Barret, quien escribió Irrational Man. Konigsberg observa “Si pudiera rehacer mi educación, probablemente iría a la universidad y probablemente tendría mi primera especialidad en filosofía [como su primera esposa, Harlene Rosen]”. Konigsberg es, sin embargo, un filósofo, al menos para los académicos congregados en el libro Woody Allen and Philosophy: You Mean My Whole Fallacy Is Wrong? [Woody Allen y la filosofía: ¿Quieres decir que mi falacia entera está equivocada?] Ensayos sobre el significado de la vida, la moralidad y la interpretación recorren cerniendo la obra fílmica y presentan a Konigsberg de varias maneras, como “optimista pragmático”, pesimista nihilista y kantiano.

Por supuesto, la década era la de los cincuenta, y al menos en la escena de las casas de arte y los cafés se estaba forjando una ecuación que convertía el conocimiento de la filosofía y el arte en algo sexy y de moda. Sin embargo, Konigsberg claramente tomó tal lectura como un filósofo toma la dialéctica. Aunque él es honesto acerca de su motivación, podría querer considerar el rol de lo erótico en la lectura en general, y en la filosofía en particular.

Konigsberg deja en claro que él lee ampliamente pero sin profundidad ni dirección, parcialmente porque nunca asistió de ninguna manera sostenida a un college ni a la universidad. Su falta de disciplina y su interés en la filosofía se convirtieron en famosas frases cortas: “Me botaron de la Universidad de Nueva York en el primer año por plagiar en mi examen final de metafísica: le miré el alma al muchacho que estaba sentado a mi costado”. En realidad, el corto ensayo de Konigsberg “Mi filosofía” en su Prosa completa, debería ser lectura obligatoria en cualquier curso de filosofía. Es un hilarante tour por la historia del pensamiento, con segmentos como su “Crítica del terror puro”, en la que escribe:


Al formular cualquier filosofía, la primera consideración siempre debe ser: ¿Qué
podemos saber? Esto es, de qué podemos estar seguros que sabemos, o seguros que
sabemos lo que sabíamos, si ciertamente es conocible. ¿Quizá simplemente lo
hemos olvidado y estamos demasiado avergonzados de decir algo al respecto?
Descartes atisbó el problema cuando escribió “Mi mente nunca puede conocer mi
cuerpo, aunque se ha puesto muy amistosa con mis piernas”.
Sin embargo, ¿es su humor una forma del conocimiento? Los chistes pueden ser una forma destilada de la sabiduría y ciertamente son uno de los únicos remanentes de la cultura oral en la sociedad establecida, aunque es más probable que ahora la mayoría de la gente consiga sus chistes de Internet que de un vendedor viajero o de un tío bromista.

Chaplin, a diferencia de Konigsberg, usa su dialéctica para burlarse de la superioridad aria. Para Konigsberg, el judío siempre será la caricatura de la mujer metiche del shtetl [aldea judía europea de la preguerra] o del intelectual neurasténico. En otras palabras, no hay otra solución para lo judío que reelaborarlo de manera interminable; así, lo judío se convierte en un leitmotiv a lo largo de su obra, más que en un canto funerario. Este es uno de los muchos momentos en el trabajo de Konigsberg en el que la decisión de evitar lo trágico se convierte, ella misma, en una suerte de tema trágico.

En sus entrevistas con Lax, Konigsberg afirma que sus lecturas de filosofía y literatura son principalmente un intento de ayudarlo a responder la pregunta final acerca de la vida: su propósito y valores en su relación con la muerte. “Pienso que el tema más importante para mí es cuáles deberían ser los valores de uno en la vida (la existencia de Dios, la muerte). Eso es realmente interesante para mí. Si la cosa es la sociedad capitalista o el socialismo, eso es superficial”. La tarea que asume Konigsberg no es una tarea pequeña para un comediante, y menos aún para un filósofo. Konigsberg pone el problema en la voz de su personaje Allen cuando éste dice “Mi visión de la realidad es que ésta siempre ha sido un lugar sombrío para vivir... pero es el único lugar donde se puede conseguir comida china”. Variaciones de este tema aparecen a lo largo de sus escritos. “No solo Dios no existe: mira si puedes conseguir un gasfitero los fines de semana”. O, “La nada eterna no está mal, si estás vestido para ella”.

En algo que es menos que el remate de un chiste, se lamenta: “Pienso que el aspecto resaltante de la existencia humana es la inhumanidad del hombre con el hombre”. Él reitera el punto:


Lo que realmente estoy diciendo, y que no está escondido ni es esotérico, sino
que es claro como una campana, es que tenemos que aceptar que el universo carece
de Dios y que la vida no tiene sentido, y que a menudo es una experiencia
terrible y brutal sin ninguna esperanza, y que las relaciones de amor son muy,
muy difíciles, y que aún necesitamos encontrar una manera no solo de
arreglárnosla sino de llevar una vida decente y moral.

En este sentido, él es un kierkegaardiano sin el salto de fe, o un sartreano sin la ética existencial de la acción. Más bien Konigsberg pregunta “¿Cómo podemos perseverar o, inclusive, por qué deberíamos elegir perseverar?” Su respuesta —específicamente a un sacerdote filósofo jesuita de la Universidad St. Johns que escribió un ensayo sobre Crimes and Misdemeanors (1989) donde describe a la película como el filme más ateo jamás hecho antes— es notable:


Para mí, es una maldita lástima que el universo no tenga ningún Dios ni sentido,
pero, con todo, solo cuando puedes aceptar eso, entonces puedes continuar
viviendo lo que esta gente llama una vida cristiana, esto es, una vida decente,
moral. Solo puedes vivir una vida así si reconoces contra qué te enfrentas, para
comenzar, y botas todos los cuentos de hadas que te llevan a tomar decisiones en
la vida, decisiones que tomas realmente no por razones morales sino para
conseguir un gran puntaje para ultratumba.
El razonamiento de Konigsberg se alinea en este punto con un tipo de visión materialista de la existencia combinada con un imperativo existencial. La visión del universo de Konigsberg, sin embargo, a diferencia de la de su héroe Ingmar Bergman, nunca se eleva a lo trágico. Konigsberg se lamenta de que sus propias obras nunca tendrán la estatura de las de Bergman, pero la razón no es la carencia de arte tanto como su evasión de lo trágico. En lugar de ello tenemos patetismo y desesperanza. Como escribió la ex esposa de Allen en Manhattan, representada por Mery Streep, en su denuncia del personaje Isaac Davis,


Estaba dado a ataques de ira, a una paranoia liberal judía, machismo,
misantropía, pretensiones de superioridad moral y estados de ánimo nihilistas.
Tenía quejas de la vida pero nunca soluciones. Ansiaba ser un artista pero se
detenía ante los sacrificios necesarios. En sus momentos más privados hablaba de
su miedo a la muerte, que él elevaba a alturas trágicas cuando, en realidad, era
mero narcisismo.


Parece claro que la ex esposa de Woody Allen en la película está actuando como el súper ego de Konigsberg. Las alturas trágicas de él son realmente falsas perspectivas que tapan un universo meramente patético.

Una manera de salir del dilema existencial no es tanto la acción política como la escritura. Konigsberg reconoce la seriedad de escribir. Se ha referido al dictum de Tolstoy de que el escritor tiene que remojar su pluma en sangre. El guionista en efecto remoja su pluma en sangre, más frecuentemente en los filmes recientes de Konigsberg, que investigan temas éticos en torno al asesinato. En al menos tres de sus filmes —Match Point, Crimes and Misdemeanors y Manhattan Murder Mystery (1993)— los personajes centrales matan a sus mujeres, y en dos de ellos, salen bien librados. Es un mundo en el que no hay Dios ni centro moral que exija que ellos sean castigados en la narrativa. Konigsberg, en efecto, contempla un mundo que Dostoyevsky no podía empujarse a imaginar cuando decía que sin Dios no podía haber moralidad.

Hay (...) un enorme elemento de azar entre en sus películas, más que muchos directores. Y no es una coincidencia que el azar juegue un rol tan grande en su visión artística y filosófica. Por ejemplo, Match Point comienza con la imagen de una pelota de tenis balanceándose sobre la red, cercana a caer en un lado u otro. Este momento es de puro azar y no depende de la habilidad de ninguno de los jugadores. Con todo, en momentos en que se disputa un punto en el tenis, el juego entero depende de dónde caiga la pelota. Y la película misma termina con la imagen de un anillo que ha sido arrojado por el personaje principal, el anillo que, si es encontrado, ciertamente llevaría a su arresto por asesinato. El anillo arrojado se balancea por un segundo sobre un riel de metal sobre el Támesis, y el filme muestra lentamente este momento del azar hasta que el anillo no cae al río. E inclusive aunque el azar o la suerte parecen ahora estar contra el asesino, el asunto no queda resuelto de ningún modo.

La escritura ofrece un sentido adicional de control. Si no se puede darles forma a los acontecimientos del mundo, se puede al menos darle forma al mundo a través de la narrativa. Al dejar la creación cinematográfica a una suerte de azar, Konigsberg estructura su mundo a través de escribir acerca de él. La descripción de lo trágico es más difícil en su universo, puesto que no hay una acción “correcta” porque no hay ningún diseño ni ninguna voluntad. En Match Point, el personaje de Jonathan Rhys-Meyers, al hablar con el investigador policial, dice que espera que el asesino sea encontrado para que al menos haya justicia en este mundo sin sentido. La justicia, sin embargo, solo puede ser inherente a un mundo que tiene una noción de justicia.

En Crimes and Misdemeanors, Konigsberg, considera el rol de la religión en la ontología de la justicia. El personaje de Martin Landau, el hombre transido por la duda sobre el significado de la vida y del rol de la ética en ella, en la recepción de una boda es aconsejado por un rabino, representado por Sam Waterston:

Vemos la vida como fundamentalmente diferente: tú la ves como áspera, vacía de
valores y despiadada, y yo no podría continuar viviendo si no sintiera con todo
mi corazón una estructura moral con significado real, con clemencia y algún tipo
de poder superior. De otro modo no hay ninguna base como para saber cómo vivir.

Si no hay ninguna base para saber cómo vivir en el irreligioso mundo que Konigsberg habita, no hay entonces modo de hacer un filme que vibre con significados. Lo menos (o quizá lo más) que uno puede hacer es crear narraciones acerca de los afortunados encuentros que permite la naturaleza de la existencia, y la azarosa naturaleza del azar. Al final del día, o del filme, nosotros en tanto audiencia solo podemos observar a medida que la pelota se balancea sobre la red, maravillándonos de que no haya manera de predecir hacia cuál lado caerá ni ninguna significación a ser extraída de la dirección en la que finalmente caiga.


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